La cruda verdad sobre una leyenda

La nueva generación del todo terreno más lujoso y legendario de Mercedes-Benz ya se vende en la Argentina. En mayo de 2018, Renato Tarditti (Revista Miura) la probó en Francia. Y recién ahora puede contarlo.

“Escribí cualquier cosa, ¡pero escribí algo ya!” Voy a arrancar con una confesión: nunca antes le hice tanto honor a mi apellido, como en esta ocasión. Porque al auto en cuestión –el Clase G de Mercedes-Benz–, lo probé en mayo de 2018. Fue nada menos que en el Sur de Francia (y en una cobertura para Lubri-Press).

En mi defensa, puedo decir que Mercedes-Benz Argentina dispuso un “embargo periodístico” sobre la información hasta que el modelo fuese lanzado oficialmente en Argentina, cosa que recién ocurrió hace unos pocos días.

Y, más allá de que muchos de los colegas que viajaron conmigo hicieron caso omiso de ese “pacto de caballeros”, la razón principal de mi demora para publicar esta nota fue otra. Tardé dos años en escribir esta nota. Lo que (me) ocurrió es que no terminaba de decidir qué era lo que quería contar sobre el auto. O, mejor dicho, quería decir muchas cosas más de las que habitualmente se dicen en el formato “crítica” de este venerable sitio.

Y eso fue porque pocos autos me generaron tantas contradicciones, tantos sentimientos encontrados, tantas sensaciones de amor-odio, como esta última versión del famoso Geländewagen.

Finalmente (y no afirmo ni desmiento que haya sido empujado por las explícitas amenazas de del Director Periodístico contra mi humanidad, como sugiere la primera línea de este texto), fui autorizado a escribir este artículo obviando muchas de las apreciaciones que habitualmente se hacen sobre un producto, para detenerme un poco más en otras cuestiones, digamos, más “filosóficas”.

La legitimidad de origen

Empecemos por el principio. El Geländewagen (“todoterreno”, en alemán) o G-Wagen, nació a fines de la década de 1970 como un proyecto de vehículo militar liviano con potenciales aplicaciones “civiles”.

Cuenta la historia que su desarrollo estuvo impulsado por el Sha de Irán, que fue derrocado por el Ayatolah Komehhini en la famosa Revolución Islámica de 1979, antes de que el ejército iraní incorpore los vehículos. Por eso, el primer cliente real fue el nada menos que el Ejército Argentino en 1981.

La primera versión de uso civil se lanzó a la venta en 1980 y, desde entonces, ha habido sólo grandes evoluciones, incluyendo esta última que se presentó en el Salón de Detroit de 2018.

Lo más notable del producto es que no parece haber cambiado mucho desde entonces. Ni en su aspecto exterior, que mantiene las clásicas formas cuadradas, ni en su filosofía de auténtico todoterreno, representada por el chasis de largueros y travesaños, los diferenciales múltiples (tres) y la caja reductora. Sigue siendo –básicamente– igual al modelo que se presentó en 1979 en su silueta, proporciones y muchas soluciones funcionales, como las bisagras exteriores en las puertas.

Por eso, más allá de ajustes y “modernizaciones” que ha sufrido, hablar de la apariencia del nuevo Clase G es prácticamente lo mismo que hablar del modelo original. Y tengo que decir que el original me encanta. Es más: no creo equivocarme si digo que es una sensación compartida con casi todos los entusiastas de los autos.

Por eso, no puedo evitar preguntarme por qué un auto con forma de caja, tan alejado de los parámetros clásicos de belleza automovilística, genera tanto atractivo o –al menos–, tanta simpatía en la gente. Tengo un esbozo de respuesta, que pasa por una palabra clave: “autenticidad”. Pasa que, como alguno otros (famosos) vehículos derivados de la industria militar, el Clase G nació con un propósito bien claro: transitar por cualquier terreno, superar cualquier adversidad, ser fácil y barato de mantener y reparar. Nunca fue su objetivo desplazarse a grandes velocidades, por lo que las cuestiones aerodinámicas fueron relegadas en función de la practicidad. De ahí su frontal tan vertical, su parabrisas plano y con poquísima inclinación (que permitía su plegado) y la poca preocupación por las protuberancias exteriores (como las luces de giro o las bisagras de las puertas).

En cierto sentido, su “estilo” es la falta de estilo, si lo entendemos como artificios para hacer un auto más atractivo a los ojos. Y, paradójicamente, es ese despojo, esa crudeza en las formas lo que lo hace tan atractivo. Sus formas simplemente transmiten su propósito y por ende los valores asociados a él: robustez, indestructibilidad, practicidad. Hay una especie de legitimidad de origen en su diseño, que lo hace ser tan apreciado.

De las barracas a las mansiones

La paradoja con el Clase G es que esa escasa evolución en sus formas convive con un extraordinario cambio en cuanto a su posicionamiento en el mercado automotor. Si en sus primeros años de vida “civil” era un excelente vehículo todoterreno que competía con los Land Rover Defender, Toyota Land Crusier y Jeep Wrangler, hoy tiene unas cifras de precio y potencia que lo ubican en la zona de modelos como los Bentley Bentayga, Aston Martin DBX y Lamborghini Urus. Y no solo son las cifras: es el lugar en la “escala social de los autos” que el G-Wagen ocupa hoy día.

El territorio natural para el cual fue concebido –dunas, junglas, nieve de montaña– fue reemplazado las calles de Kensington, The Hamptons o Beverly Hills. Por no decir los más exclusivos garajes de Moscú y Dubai, si es que de nieve y arena se trata. En definitiva, todo lo que el Gelandenwagen no cambió por fuera, lo cambió en su carácter como producto.

Este pasaje de ser un vehículo militar con usos civiles a uno de los mayores símbolos de status del universo automotor moderno puede rastrearse hasta 1989, cuando el G-Wagen sufrió su primer gran transformación. En ese momento, Mercedes sumó algunas versiones con más equipamiento de lujo (terminaciones en madera, asientos de cuero), seguridad (ABS) y confort, que se convirtieron rápidamente en los más demandadas de la gama.

En esa época, el modelo no se vendía oficialmente en Estados Unidos, pero algunos importadores lo llevaban de manera independiente, a precios muy por encima de su valor nominal. En tiempos en los que el Hummer era el rey de los caminos, se ve que algunos sectores de mucho poder adquisitivo descubrieron que el G-Wagen era un vehículo aún más excéntrico, sofisticado y –fundamentalmente–exclusivo que cualquier otra cosa rodante que circulara en ese momento.

Hay que tener en cuenta que en los’90, pagar más de 100 mil dólares por una “camioneta” era verdaderamente una extravagancia. Pero nada funciona mejor en el mundo de los ricos que tener algo que los demás no pueden poseer. Así que, para cuando Mercedes decidió importarlo oficialmente en EEUU, el Clase G ya había cementado su aura de producto de súper lujo y altísima deseabilidad. Y ya sabemos lo rápido que Estados Unidos exporta ese tipo de modas al resto del mundo.

Durante esos años, la Clase G fue sumando más y más lujo en su interior, pero seguía teniendo “modestas” motorizaciones que iban de 150 a 183 cv. Hasta que en Mercedes se dieron cuenta de que en ese rango de precios era indispensable subir la potencia, y así fue como presentaron la primera versión AMG (la G55), con un V8 5.4 biturbo de… ¡469 caballos!

Ahí cambió todo.

Es la Física, estúpido

Vuelvo al evento de presentación en Francia. Tuvimos la oportunidad de probar la versión G500 en una pista off-road muy exigente (desniveles pronunciados, curvas de tierra muy suelta, piedras, badenes y todo lo que se puedan imaginar) y la verdad es que las capacidades del auto son extraordinarias. No recuerdo haber manejado un auto tan solvente para sortear todo tipo de obstáculos, controlar los patinamientos y salir airoso de las situaciones más complicadas.

Una de las claves para este gran desempeño es la posibilidad de bloquear los diferenciales a voluntad, cuando la caja reductora está activada (esto puede hacerse con el vehículo en movimiento hasta 40 km/h). Hicimos incluso una trepada de más de 45 grados, que nos dio la sensación de estar subiendo literalmente una pared vertical. Claro, varias de esas unidades de prueba estaban calzadas con unos neumáticos para offroad, ideales para aprovechar al máximo los 422 cv y los 610 Nm de torque de la G500 que estábamos probando.

La diversión en el manejo que el auto brinda fuera del asfalto no es la misma que sobre él. Bueno, en parte sí, porque el V8 brama como si fuese un león enfurecido y el vehículo acelera en línea recta como si fuese un muscle-car. Pero hasta ahí llegó mi amor. El Clase G mide casi dos metros de alto (1,97 para ser más precisos) y el centro de gravedad está bastante elevado.

Así que por más que sea más ancho que la generación anterior (siete centímetros) y tenga suspensión trasera independiente (en lugar de la histórica barra de torsión), cuando llega la primera curva a buena velocidad, la sensación es bastante incómoda. Si bien el vehículo rola poco y los asientos tienen una sujeción digna de un auto deportivo, la masa de más de dos toneladas queriendo seguir derecha se siente fulera en el cuerpo.

No hay caso: por más que haya millones de euros puestos en ingeniería para que el auto esté a la altura del caballaje que tiene, las Leyes de Newton no se pueden cambiar. “Es la Física, estúpido”, diría Bill Clinton (si fuese ingeniero, claro).

Canyonero

Lo que sí funciona a la perfección en arriba del Clase G es la sensación de poder. Uno siente que va a poder pasar por encima del resto de los autos. Es como un tanque de guerra, en plan multimillonario. Y no puedo negar que esa es una sensación embriagante. Pero, ¿es una buena sensación?

De pronto, me acordé mucho de Krusty manejando el “Canyonero” en aquél inolvidable capítulo de Los Simpson. Por si no le recuerdan, el payaso manejaba un poderoso SUV que lo convertía en una especie de demonio iracundo al volante, sin el menor respeto por cualquiera que se cruzara delante suyo. Las situaciones eran muy disparatadas y graciosas, pero el mensaje era claro: algo no estaba bien. Como solían hacer en sus mejores episodios (sobre todo en los primeros años de la serie), Los Simpson dejaban planteada una fuerte crítica social camuflada detrás de mucho humor.

Cuando me bajé del Clase G tuve una sensación muy contradictoria. Me encanta la forma icónica y carismática del auto. Y todo lo que puede hacer fuera de la ruta. Pero tal como está planteado el producto hoy, realmente no sé si me gustaría ser la persona que necesita tener un auto así.

Una mirada desde el diseño

Por otra parte, fiel a mi formación, no puedo evitar pensar este producto desde el punto de vista del diseño. Todos los que nos educamos en esa disciplina tenemos algunas nociones muy arraigadas acerca de lo que es “buen diseño”. Primero, que la forma debe seguir a la función (o al menos no entrar en conflicto con ella). Y luego, más a nivel “moral”, la idea de que el diseño debe hacer que los productos sean más eficientes, y que para eso deben estar constantemente mejorándose a sí mismos. Es decir, evolucionando.

En ese sentido, la “no-evolución” del Clase G en sus formas entra en franca contradicción con su “evolución” como producto. Porque –más allá de su apellido ilustre– nació como un vehículo de servicio para llegar a todos lados, pero no a altas velocidades. Los expertos en manejo offroad saben que la destreza es más importante que la fuerza bruta, así que nunca le hizo falta demasiada potencia para hacer bien su trabajo. De hecho, el Mercedes 280 GE que ganó el París-Dakar en 1983 tenía sólo 320 caballos (y estamos hablando de una unidad preparada para la competición más exigente del mundo).

Hoy la versión AMG G63 (que aún no llegó a la Argentina) tiene nada menos que 585 caballos. Es simple: ponerle un motor de esa potencia a un vehículo con forma de caja es aerodinámicamente tan sensato como ponerle alas rectas a un avión supersónico. Y calzar con llantas de 22 pulgadas y neumáticos de perfil bajo a un vehículo cuya mayor virtud son sus capacidades fuera de la ruta, es como ponerle mocasines italianos a un alpinista.

“A nuestros clientes les gusta así”

Durante la cena de cierre de la presentación en Carcassone, tuve la oportunidad de charlar un poco con uno de los encargados del desarrollo de la nueva Case G. Y no pude evitar hacerle informalmente esas preguntas:

-¿Por qué ponerle un motor de más de 500 caballos a un auto que a más de 80 km/h resulta aerodinámicamente ineficiente?

-Porque nuestros clientes demandaban más potencia, manteniendo la iconicidad del Gelandenwagen original.

-¿Por qué entonces no lo hicieron evolucionar aerodinámicamente un poco más, como Porsche lo hizo con otro ícono, como el 911?

-Porque a nuestros clientes les gusta más así.

-¿Y qué hay de la eficiencia del auto en cuanto al consumo y las emisiones contaminantes?

-Nuestros clientes no se preocupan mucho por esas cosas.

Luego de esa conversación me volvieron a venir a la mente Los Simpson. Pero esta vez, el capítulo del Homeromóvil.

¿Hay tanta diferencia acaso? Un equipo de los mejores ingenieros y diseñadores de la industria se pusieron servicio de satisfacer los caprichos de un (muy acaudalado, eso sí) grupo de Homeros. Claro que hay una gran diferencia: el G-Wagen le hace ganar mucho dinero a Mercedes-Benz, y no creo estar errado si digo que debe ser uno de los productos más rentables de su lienup. De hecho, el G63 es la versión AMG que mejor se vende en proporción al resto de la gama.

Desde ese punto de vista, chapeau.

Pero a mí eso no me satisface. Puede ser una visión sesgada por mi formación, como decía antes, pero estoy convencido de que el diseño debe empujar hacia adelante, avanzar, proponer mejores soluciones, tomar riesgos y –de ser posible– hacer que los productos que tengan un impacto social positivo.

Por eso, si vamos a comparar, me parece mucho más valorable la propuesta del nuevo Land Rover Defender que, aún a riesgo de generar controversia entre los “puristas”, hizo una propuesta moderna y mucho más eficiente, que incluso resultó en una estética propia y novedosa. El nuevo Defender me parece gran triunfo del diseño.

El nuevo G-Wagen representa más bien lo contario: es tomar algo del pasado, que a su manera nació honesto y auténtico, y usar esas virtudes para convertirlo en algo con un propósito totalmente distinto al original.

Con el Clase G, Mercedes-Benz sacrificó el diseño en el altar de la iconicidad.

Por Renato Tarditti
Director de MiuraMag