Una visita al lubricentro de Marcelo Caruso

Creció en el negocio del mantenimiento automotor. Entre bidones, tiene una oficina donde escribe. Ganó el Premio Clarín entre 466 originales.

Marcelo Caruso es dueño del lubricentro LuCar de Munro.
Ganó el Premio Clarín por su novela «Negro el dolor del mundo».
En el fondo de su taller tiene el escritorio donde escribe literatura.

La luz del día cae oblicua sobre la estación de trenes de Munro. Es media mañana pero ya las chicharras anuncian calor, escondidas en los arbustos de casas amables y bajas. Por allí aparece Marcelo Caruso acompañado de su perra Sol. “A mi señora y a mí nos dijeron que la arrojaron de una cuatro por cuatro en la ruta. Yo sé, sin embargo, que a este bicho lo usaron para carreras clandestinas”, cuenta mientras los dos suben al auto. Sol, de color crema y ojos de oscuridad sobreviviente, fue adoptada por los Caruso hace un año y medio. Félix de Dios, el esclavo que es el personaje principal de Negro el dolor del mundo -el texto que ganó el Premio Clarín Novela 2019- podría ostentar una antigüedad mayor. “Félix está viviendo con nosotros hace como 25 años. Así que tiene casi la misma edad que mi hijo menor”, agrega el escritor, medio en serio y medio en broma.

No le fue mal. Hace unas semanas, un Jurado de Honor integrado por Jorge Fernández Díaz, Liliana Heker y Jorge Volpi eligió su texto como el mejor de los diez que les llegaron a las manos. Antes, un prejurado lo había puesto en esa lista, seleccionándolo entre las 466 novelas enviadas.

Caruso tiene la risa fácil. Usa dos pares de lentes: unos de sol que se pone para manejar y otros de marco rojo, que lleva sobre el borde de la camisa, para leer y mirar de cerca. Está a punto de cumplir 61 años y, asegura, sabía que su novela sobre un esclavo del siglo XVIII en Santa María de los Buenos Aires era buena. Pero ya venía un poco desalentado porque las editoriales no le prestaban atención. Así que convertirse en el flamante ganador del Premio Clarín, afirma, tiene el sabor de las revanchas honorables. “Igual, en el negocio siempre me prestaron atención. Y mi familia me presta atención. No creo que la literatura sea un oficio solitario. La verdad es que yo hablo de mis historias con medio mundo”, dice. Y vuelve a reír.

El “negocio” es el lubricentro LuCar. Está ubicado sobre la avenida Bartolomé Mitre –una de las más importantes del partido de Vicente López–, desde hace más de veinte años. Adelante se acomodan las estanterías prolijas: por un lado, los lubricantes que se usan para maquinaria; por otro, los que usan los autos que cruzan la ciudad y más allá, una sucesión de bidones, aerosoles y frascos de plástico con inscripciones como “longlife”, “advance”, “spirax”, “mann filter”. “No es mucho misterio. Son los líquidos que necesitan las partes móviles de un vehículo para funcionar bien”, explica Rodrigo, socio de Marcelo, mientras saca cuentas en la caja registradora.

Más atrás, César (30 años, mecánico, brazos tatuados) abre el capot de dos autos y les revisa el motor. Esa es la zona del taller, donde están las herramientas (llaves, destornilladores, filtros nuevos en cajas de cartón) que César conoce desde los veinte. “Marcelo no es un jefe cualquiera. Es el que te pregunta cómo estás, qué problema tenés. A mí me sacó de cada cosa… Por eso hace diez años que estoy acá”, cuenta.

“¿Le venís a hacer una nota a Marcelo? Qué campeón. Él sabe de letras pero nosotros sabemos de él. Ahora que lo pienso, hace como cuarenta años que vengo acá. Una vida, Marcelito, una vida”, dice uno de los clientes. “Marcelito” devuelve las gentilezas contando quién es cada uno: el vecino de la vuelta de su casa, el músico que triunfa en el teatro Colón, el periodista que lo conoce de la época en que su novela anterior, Brüll, ganó el premio Fortabat en 1995. “Todos saben que escribo y que la música clásica me vuelve loco. Pero la clientela no solo se compone de artistas”, dice Caruso. De hecho, un muchacho le mandó audio de whatsapp para felicitarlo por el premio: lo vio en la televisión del penal adonde fue a parar hace unos meses.

En el piso de arriba de LuCar hay dos oficinas. En una, Caruso escribe. Rara vez puede subir Sol, la galga. Pero hoy que hay visitas, está permitido. En ese cuartito de madera atesora una foto de Alba, su madre. Ella se hizo cargo del negocio junto a un señor llamado Lucangioli cuando el esposo de Alba (el padre de Marcelo) falleció: el nombre del lubricentro viene de la fusión entre los dos apellidos. Por entonces, el futuro escritor tenía apenas once años. También guarda fotos de su hermana melliza y otra mayor, que tampoco viven. “Todo fue muy duro”, dice Marcelo. Y no dice mucho más.

El escritor vive desde siempre cerca de LuCar junto a su esposa psicoanalista, el hijo antropólogo, la perra y dos gatitos. “Marcia, la mayor, es psicóloga y también se mudó cerca. Yo no cambio Munro por nada. Acá tengo sol, pileta, pájaros. Además, me gusta ser un escritor suburbano”, afirma.

“Quise ser periodista, quise hacer otras cosas pero no me gusta tener jefes. Así que preferí hacerme cargo del negocio. La verdad es que conozco el oficio porque me crié acá y porque de adolescente, me ocupaba del taller. Sí, claro, fui mecánico. Yo estaba donde está Rodrigo ahora. Llevar adelante el lubricentro implicó ser un poco de todo: mecánico, vendedor, jefe a cargo. Y a veces, padre y consejero de los empleados”, dice. También el negocio fue cambiando: inicialmente vendía aceites industriales al por mayor y, frente a la caída y cierre de las fábricas en la zona, incorporó al mercado automotriz y también, la venta al por menor. “Fue un manera de adaptarse a las diversas crisis en nuestro país”, agrega Caruso.

En el cuartito guarda una sólida máquina de escribir en desuso, de origen checoslovaco. La usaba mientras estudiaba Letras y quizás también luego, cuando comenzó a participar de los talleres que coordinaba Abelardo Castillo, donde se formó. Cuando se le pregunta sobre sus escritores favoritos, menciona a Dostoievski y Thomas Mann. Le gustan, dice, porque además de talentosos, fueron perseverantes. A un costado se apilan libros: los cuentos completos de Juan José Manauta, Amo de Carlos Chernov, El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Es que a Marcelo le interesa vivamente la vida de Jesús, protagonista de una novela inédita. También hay un mapa de Buenos Aires del siglo XVIII (las calles que transitó su protagonista, Félix) y notas manuscritas adheridas con chinches a la pared.

En Negro el dolor del mundo se lee: “El último sol parpadeaba apenas sobre el agua, a punto de dormirse. Félix se internó en una calle, sin dirección fija, mirándose las botas”. Caruso dice que lo que le interesó de la figura de ese esclavo, al que descubrió por un recorte en Clarín, fue el hecho de que se rebelara contra la opresión. “En algunos momentos, a todos nos tratan como esclavos. Ojo, también nos portamos como verdugos, a veces”, reflexiona.

La galga lo mira y va detrás de él cuando baja las escaleras. En el lubricentro LuCar, a las doce se cierra y se reabre a las dos de la tarde. En el medio es necesario almorzar, dormir la siesta, conversar. “Todas cosas que nos hacen bien”, afirma Marcelo.

¿Algún consejo para tener bien lubricado el coche o para distinguir un aceite bueno de uno malo? “Que vengan a LuCar y el auto no tendrá problemas. Además, acá no vendemos aceite malo”, dice con una sonrisa. Y entorna las puertas del negocio mientras el sol del mediodía parpadea allá, sobre el asfalto.

Ivana Romero (Clarín)